Por João Antônio Johas Leão Em redacción a12 Atualizada em 10 MAI 2019 - 11H04

"No creo en Dios"

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En el mundo contemporáneo es común escuchar la afirmación “No creo en Dios”. A veces la afirmación no es tan fuerte así y viene en forma de un agnosticismo que se disimula por detrás de “creo en alguna energía por detrás de todo” o “Creo en Jesús, pero no en la Iglesia’'. Ellas expresan, a su modo, que la religión, o la creencia en Dios, ya no son tan importantes. O sea, algunos pueden ser católicos, otros musulmanes, otros budistas o protestantes, pero en la vida pública, no trataremos de estas particularidades, porque hay otras cosas más importantes para ser atendidas, como la paz común, el bienestar, el avance de las tecnologías.

Y, no obstante, esta postura pone en segundo plano (Para ser muy optimista), una realidad que siempre fue considerada como fundamental para el hombre, que es su conexión (o falta de conexión) con algo que lo supera, con una realidad anterior a él mismo, que dio origen a este mundo y, por tanto, debe ser tenida en consideración en las reflexiones sobre el mismo y sobre nuestro actuar en él. Lo que nos gustaría proponer aquí es que volvamos a percibir la centralidad de la pregunta sobre Dios para nuestras vidas. Y que cada uno pueda buscar activamente esta respuesta en sus vidas.

Para hacer la historia corta, en un cierto momento, allá por el siglo XV, la cosmovisión católica del mundo se rompe. El Bien católico queda cuestionado y otras concepciones de bienes irán surgiendo. La gran pregunta en este momento pasa a ser entonces como hacer para vivir en paz con estas diversas concepciones de bien conviviendo entre si. En cierta medida se deja de lado la búsqueda por un bien y, en último análisis, por la Verdad. Ya no se cree posible hablar sobre la verdad en el sentido fuerte, bajo la acusación de un dogmatismo, de una pretensión que estaría fuera de las capacidades humanas.

Sin negar los límites de la razón humana, el hecho es que nuestra razón nos impele desde niños a buscar la verdad. De hecho, los niños son famosos por las preguntas incómodas e insistentes. Pero ellos son una muestra exactamente de este deseo de verdad. Si negamos esto, negamos algo muy fundamental en cada uno de nosotros. Y caímos en una especie de reino de las normas. Ya no se sabe más qué hacer, a qué destino estamos apuntados, entonces creamos reglas, normas, para la convivencia. Pero esto necesariamente va a salir mal. Además, con alguna honestidad podemos ver que ya está saliendo mal.

Sin un proyecto común, sin la búsqueda por la verdad, los intereses en conflicto intentarán imponerse no por el diálogo, o porque defiendan ser mejores en si mismos (Porque ya no pueden decir eso), sino por la fuerza. Puede ser la fuerza del dinero, o la fuerza de una masa de personas que juntas quieren imponer un ideal, pero será una imposición “de afuera”, de un conjunto de ideas que puede tener poco que ver con la realidad. Y de ahí que nacen los totalitarismos que tanto mal hacen al hombre privándolo de sus libertades más fundamentales.

Y si regresamos ahora al inicio, percibimos que el origen de este problema importantísimo está en desplazar la cuestión religiosa del centro de la vida humana. O sea, no interesa mucho si hay o no un Dios o dioses. Es como si escuchásemos: “Puedes creer en lo que quieras, pero ayúdame aquí a resolver este conflicto”. Como si las dos cosas no tuviesen relación ninguna, cuando, en realidad, solamente cuando se responde sobre Dios es que el hombre puede, efectiva y coherentemente, actuar en el mundo.

El ateísmo es una posición tan religiosa como muchas de las llamadas religiones tradicionales. Ella ciertamente da una respuesta que espera ser verdadera con relación a esta pregunta fundamental sobre Dios. Y talvez, en este sentido, sea incluso más coherente la posición del ateo que la de quien desistió de buscar la verdad. Por lo menos aparentemente, ellos traen la pregunta sobre Dios de nuevo para el centro de la mesa. Lo que los creyentes, en especial los católicos deben hacer es ponerse en condiciones de diálogo, respetuoso y caritativo, pero firme y coherente. Y desde esta centralidad de la dimensión religiosa, volver a responder todas las otras cuestiones humanas.

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